Una de piratas

Los elementos naturales, la brújula o el astrolabio son instrumentos que ya no sirven como los únicos que se manejan a bordo de una moderna embarcación de abordaje

JOSÉ ANTONIO MASES
ESCRITOR

Todo ha cambiado para que todo siga igual. A los ladrones del mar aún los mueve en nuestros días el mismo propósito que el que tuvieron los malhechores que abordaban las naves de la antigüedad. Desde los navegantes costeros y los corsarios en alta mar, que se guiaban por la luz del día y la estrella polar, hasta el más sofisticado pirata de hoy, no se ha modificado más que la técnica de la navegación. Los elementos naturales, la brújula o el astrolabio son instrumentos que ya no sirven como los únicos que se manejan a bordo de una moderna embarcación de abordaje; ahora mandan los radares, los lanzacohetes RPG-7, los fusiles AK-47 o las ametralladoras PKM, entre otros sofisticados aparatos electrónicos. Y lo que prevalece, sobre todo, es la intención de robar, porque la codicia del hombre no ha dejado de ser la misma, aunque hayan transcurrido siglos.

Nada de parches en el ojo, nada de patas de palo, nada de banderas negras con la calavera y las tibias cruzadas, nada de garfios en la mano izquierda, nada de cimitarras colgando del cinturón; ni un loro sobre el hombro derecho; y, aunque tengamos que dar por bueno el aspecto mitológico de la aventura de Jasón y sus hombres, ni siquiera las elevadas miras que tuvieron los argonautas en busca del vellocino de oro se hallan en los piratas de hoy. Tampoco aparecen la mezcla de ferocidad y romanticismo que subyacían en las osadas aventuras del capitán Kidd, de los hermanos Barbarroja, del sanguinario Barbanegra -aquel que decía: «Dos personas saben dónde está mi tesoro: el diablo y yo»- o del atrabiliario Francis Drake, explorador, comerciante de esclavos, político, vicealmirante de la Real Marina Británica y a quien sus agradecidos compatriotas, como honroso colofón, le otorgaron el tratamiento honorífico de Sir. Nada de eso, en suma. Los sentimientos que mueven al pirata del siglo XXI hoy son el de la rapiña -como en los viejos tiempos en que los filibusteros infestaban el mar de las Antillas- y el del hambre, que viene a ser casi la exclusiva patente de corso de que se revisten los piratas somalíes que merodean las aguas del Índico.

Ignoro de qué mercancías trataban de apoderarse en sus incursiones por el Mediterráneo los piratas del siglo I antes de Cristo, aunque imagino lo que buscaban los bucaneros de los siglos XVII y XVIII, saqueadores de las posesiones españolas de Ultramar y protegidos por los ingleses. Y tengo una vaga idea de que el oro que abarrotaba las bodegas de los navíos españoles con frecuencia había sido allegado por medios ilícitos a manos de nuestros conquistadores, a cuya imagen de fieles soldados, patriotas y defensores de la doctrina cristiana se sigue uniendo la del adelantado ambicioso, sin escrúpulos, ávido de oro, mujeres y tierras.

La literatura y el cine se han inspirado muchas veces en el mundo de la piratería. Defoe y Stevenson, Sabatini y Salgari, entre otros muchos, han sabido introducirnos en fascinantes relatos más o menos verosímiles pero siempre sugestivos. Hasta el propio Cervantes -a quien nada humano le fue ajeno-, que vivió en propias carnes la experiencia del cautiverio, recurre a menudo a historias de piratas, y así hace en varios capítulos del 'Quijote', como cuando describe el lance del cautivo de los piratas turcos o la captura de un bajel berberisco, o cuando aborda un tema similar en dos de sus comedias, 'Los baños de Argel' y 'Los tratos de Argel'. También Lope recurre a las andanzas del corsario Drake, y poetas románticos, tan distantes y distintos entre sí como Byron y Espronceda, se inspiran en motivos de piratas.

Uno se acuerda de aquellas entretenidas películas de piratas a las que se asomaba la curiosidad de su juventud. Entre lances amorosos, tesoros escondidos y bellas damas -que en el siglo solían llamarse Paulette Godard, Olivia de Havilland o Maureen O'Hara-, el galán manejaba la espada con tal destreza que el malo sucumbía, el tesoro acababa no pocas veces en el fondo del mar y, naturalmente, el apuesto espadachín libertador y su gentil doncella propiciaban un 'The End' con el inveterado beso de amor.

A pesar de las diferencias citadas, en la vida real que hoy nos corresponde el desenlace de las incursiones piratas parece adolecer de un tinte más sombrío: aunque ya no hay espadachines, ni bellas aventureras recatadas y dispuestas a enamorarse, nos percatamos una vez más de que el hombre sigue asediando al hombre. En el preciso instante en que escribo esta glosa leo en un periódico digital que el atunero vasco 'Playa de Anzoras', que faenaba a 370 millas de la costa somalí, en aguas del océano Índico, ha repelido un ataque pirata. Una vez más. Y sin intrépidos galanes, sin damas enamoradizas, sin más romanticismos que los que puede haber en un montón de millones de dólares, esos que van a parar, siguiendo un sórdido encadenamiento, al bolsillo de los piratas que, como en el poblado somalí de Eyl, los invierten rápidamente en aparatos de nueva tecnología, en restaurantes para acomodar a los secuestrados, en la construcción de nuevas casas o en el acopio de hasta tres esposas. Y todo ello sin considerar el monto que se dedica al tráfico de drogas y a las gratificaciones que, según se cuenta, perciben, desde Londres y otros lugares, los aliados o compinches que orientan y apoyan a los sempiternos ladrones del mar.

Fonte: http://www.elcomerciodigital.com/prensa/20101115/opinionarticulos/piratas-20101115.html (15/11/2010)

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